El 17 de septiembre la familia franciscana celebra la fiesta de la Impresión de los estigmas de San Francisco. Estamos en 1224. En torno a la fiesta de la Exaltación de la Cruz, el 14 de septiembre, Francisco se encuentra en La Verna. El santo, en esta montaña de la Verna, tuvo el valor de pedir precisamente esto en sus noches de oración, soledad y éxtasis: sentir un poco del amor y el dolor que sintió Jesucristo en los momentos de su Pascua de Muerte y Resurrección.
Francisco está totalmente inmerso en una dinámica pascual de cruz y resurrección, amor y dolor, muerte y vida; los estigmas, signo de dolor, son también signo del reconocimiento del Resucitado, las llagas gloriosas, las llagas que se han convertido en resquicios, como le gusta decir al Papa Francisco, son el signo maduro del cumplimiento de un camino pascual que el Espíritu emprendió en Francisco, a través de todos los acontecimientos, las vicisitudes interiores y exteriores por las que el santo se dejó modelar dócilmente.
Los estigmas son el signo claro de que el amor de Cristo es un amor encarnado, que toca el cuerpo, lo cambia, lo configura y lo conforma al suyo. La fe cristiana es fe de encarnación, nunca debemos olvidar esto.
De este acontecimiento surge una de las oraciones más hermosas de todo el cristianismo: las alabanzas al Dios Altísimo, quizás el texto más elevado que salió del corazón y la pluma de Francisco, un corazón traspasado por el misterio pascual de Cristo.
Es una oración que se derrama en una mirada contemplativa sobre el Señor, una mirada que comunica una profunda intimidad entre Francisco y Cristo, dentro de una maravilla que se expresa en palabras que corren una tras otra, casi tratando de contar el misterio, pero nunca captarlo y definirlo. Una larga letanía de "Tú eres ...": finalmente ahora el centro de la vida y el corazón de Francisco es ese "TÚ" que es amor incluso al don de sí mismo en la muerte.
Tú eres santo, Señor solo Dios, haces maravillas.
Eres fuerte, eres genial, eres muy alto,
Tú eres todopoderoso, tú, santo Padre, rey del cielo y de la tierra.
Tú eres tres y uno, Señor Dios de los dioses,
Eres el bien, todo el bien, el bien supremo,
Señor Dios vivo y verdadero.
Eres amor y caridad, eres sabiduría,
Eres humildad, eres paciencia,
Eres belleza, eres seguridad, eres tranquila.
Tú eres gozo y alegría, eres nuestra esperanza,
Eres justicia y templanza,
Eres todo, nuestra riqueza es suficiente.
Eres belleza, eres mansedumbre.
Eres protector, eres guardián y defensor,
Eres fortaleza, eres refugio
Eres nuestra esperanza, eres nuestra fe,
Eres nuestra caridad, eres toda nuestra dulzura,
Tu eres nuestra vida eterna
Señor grande y admirable,
Dios Todopoderoso, Salvador misericordioso.
En esta oración no hay peticiones, no hay preguntas, ni siquiera hay una expresión de recuerdo o gratitud por los dones del Señor, no hay mirada dirigida hacia uno mismo. Es pura alabanza, que brota de un corazón totalmente aferrado por el Tú de Dios, totalmente orientado a Él, embelesado por su belleza. Aquí Francisco completa ese camino que comenzó con el despojo ante el obispo Guido: un hombre libre de sí mismo, despojado de ese egocentrismo que nos coloca continuamente en el centro del universo. Liberado finalmente de esta carga, Aquel que es Amor puede cantar. Un hombre completo, plenamente realizado en el don de sí mismo al Señor que lo creó.
Que también sea nuestro camino y nuestra meta. Como lo ha sido de muchas y muchos que nos han precedido. Como lo fue del Padre Cristóbal de Santa Catalina y de tantos y tantas hermanas hospitalarias de Jesús Nazareno